Dudas sobre las cocciones al vacio

¿Qué futuro nos espera cuando el capricho y la sinrazón son el pan nuestro de cada día? Por supuesto que todo quisque tiene derecho a pensar en consonancia con su cerebro, cualidades, preferencias, etc., a tenor de sus virtudes y limitaciones, por supuesto que de sus intereses, si bien cabe preguntarse ¿Es posible un mínimo de optimismo ante tanto subjetivismo que ni se plantea aproximarse a objetividad? Viene esto a colación porque lectores asiduos de estos artículos son capaces de descalificar a restaurantes de 7,5 y de ensalzar a la notabilidad a establecimientos que no sobrepasan el 5,5. Los primeros, por mal que lo hagan, por aciago que pueda ser el servicio un día, seguramente mantienen, más o menos, un nivel. Los segundos, ni aunque les acompañe Dios, La Virgen, San José y cinco milagros seguidos, puedan llegar al 6.
Claro que la verdad es personal y temporal; no lo dudamos. Pero de ahí a divinizar la mediocridad objetiva existe un trecho inadmisible. No se puede aseverar que el rabo que sirven en un destacada casa de comidas de un pueblo profundo era fenomenal cuando tras probarlo siguiendo la pista que nos facilitaba el lector comprobamos que probablemente llevaba envasado al vacio quince días. Es patente que hay que tener mucha técnica para practicar las cocciones a baja temperatura al vacio. Mucho saber hacer y mucha ética.
Las cocciones y conservaciones al vacio han aportado mucho a la hosteleria: aprovechamiento del tiempo de trabajo de los cocineros, poder “guisar” con mayor maestría piezas y partes que requieren tiempo, garantizar la conservación, rentabilizar los generos, tantas cosas. Pero la clave de este procedimiento, en todo lo que afecta a las carnes, es que no se note que el producto está hecho de antemano. En otras palabras, que no se consiga el grado de frescor, viveza, exultancia, exquisitez de una carne recien hecha. Y en muy pocos casos y con muy pocos productos esto se logra. Diría más, son muy pocos los chefs, con toda probabilidad no lleguen a una quincena, eso tirando por lo alto, quienes logran que las carrilleras, paletillas de cordero, pollos, rabos, pancetas y “demás nuevos guisos”, no se distingan de otros materializados recientemente. Por lo general, quedan alterados, en función de la técnica y el tiempo, el color de la carne, la jugosidad y el sabor. Consecuencias que tiene algunos puntos en común con las derivadas de la congelación. Por ejemplo, en una presa roja nunca brotará jugo al corte.
Es evidente que un altísimo porcentaje de comensales no aprecia la diferencia cuando esta se produce. Si es así, que no se corte y demande este tipo de carnes y piezas que exigen una larga hechura que no se puede llevar a cabo al instante. Quién sí distinga, quién busque lo mejor, que sea plenamente consciente que solicitar una espaldita de...en un restaurante de alta cocina conlleva el tratamiento culinario previo. Lo que marca la diferencia son dos verdades. La realidad objetiva: cuando no se diferencia. La realidad subjetiva: cuando el que no lo distingue es el comensal.
Sucede otro tanto con los congelados. En El Bulli, Ferran Adrià es capaz de congelar una salsa sin que ningún paladar humano pueda ni siquiera intuirlo. Quién diría que el bacalao y el arenque que asa a la parrilla Bittor Arguizoniz en Etxebarri, máximo templo de la materia prima, son congelados. ¿Existen superiores frescos? Igual que sucede con algunos realces en El Bulli. Esa es la única verdad; sea o no objetiva.