Paellas en las calle falleras

Una de las actividades más apasionantes de los falleros es cocinar cualquier cosa en la calle, al lado de su sede social o casal del barrio. A veces, incluso pueden compartir los guisos algunos invitados, aunque se sabe que la gran familia fallera suele ser reticente a la presencia de “intrusos” en su posesión. Pero, por cortesía y a veces a causa de la relevancia social del espontáneo –no es fallero de vocación, ni tiene carné josefino, ni siquiera es valenciano-, puede intervenir en la confección de una paella o fideuà, y también acceder al fruto del guiso.
Cocinar cualquier cosa no debe entenderse como una expresión despectiva; antes al contrario. Cocinar cualquier cosa quiere decir exactamente que los falleros le dan menos importancia al resultado de su atrevimiento culinario que al hecho social de que mucha gente coma del mismo caldero –independientemente de su bondad-, pues creen que una paella desastrosa, una fideuà idem, un arròs amb fesols i naps, o unas chuletas a la brasa, valen en tanto en cuanto las personas se arraciman en torno a la lumbre callejera.
Lógico. Pues, ¿en qué consisten las fallas, básicamente? En una explosión de populismo (los intelectuales de la cáscara amarga prefieren el término populachero, que una rechaza de plano).
Durante casi un mes, decenas de miles de personas anónimas, se echan a la calle. Es la denominada mayoría silenciosa –salvo en fallas: genera más ruido que un recital de los Rolling Stones-, una clase que permanece hibernada, sin chistar, como acomplejada, durante 330 días al año, con las excepciones de los partidos en el campo de Mestalla.
Como sólo dispone, gracias a las fallas, de unos treinta días anuales para sentirse dueña de la calle, de su propio destino o de la banca, además de no dejar dormir a nadie, desfilar a todas horas y colapsar la ciudad de Valencia, hace paellas sobre el asfalto.
Es una terapia que se repite, y cada vez con más intensidad. Hay escuelas psiquiátricas que propugnan zurrarle a un colchón y gritar al mismo tiempo para descargar las tensiones y frustraciones internas, y autoafirmarse. Las fallas cumplen con esta función, a precios más baratos en general.
Creerse que uno es alguien, por poco alguien que sea, siempre reconforta. A tal efecto, una de las actividades de terapia psiquiátrica que más contribuye al gozo y al olvido de 330 días de aburrida existencia es la costumbre de cocinar de noche, al aire libre, o hasta de madrugada.
Como el icono de la personalidad valenciana sigue siendo la paella –y también los arroces-, dígase lo que se diga, este guiso es el preferido de los falleros en plena fiesta de afirmación como pueblo. Lo de menos es que salga bien, mal o regular; lo que importa es el mero hecho de su ejecución (nunca mejor dicho) y los prolegómenos.
En efecto. ¿O no es más cierto que la paella es un pretexto para sentar cátedra de ortodoxia culinaria, charlar, discutir –embroncarse, incluso- y beber mientras no se sabe cómo saldrá, ya que esto es lo de menos?
Sentadas estas premisas, fácilmente comprobables por un observador atento, las paellas en la jungla valenciana del asfalto fallero son un elemento de distracción más, de comunicación caótica y disgustos. Siempre hay quien se toma muy en serio su sapiencia paellera. Craso error. Salvo sus ayudantes, todo el mundo piensa que la sabe hacer mucho mejor. Y fatalmente, cuando se sirve, las críticas, estentóreas o en sordina, se ensañan, en broma (pero menos), con el cocinero amateur.
Sea una paella, una fideuà o cualquier otra magna contribución valenciana a la cocina popular (no olvidemos el all i pebre, y algún arroz más), en fallas, y en la calle, vale más mirar cómo la guisa alguien, charlar con los presentes o apuntar mentalmente los errores del espontáneo cocinero, que degustar luego un par de cucharadas.
La juerga prima. Y la cocina es secundaria. Y los juicios críticos, por tanto, suelen ser benevolentes. Son las fallas.