Huevos, Arroz, Tomate... Reivindiquemos lo Simple

Un par de huevos fritos es lo primero que se le ocurre a quien no se le ocurre nada; quiero decir que es un plato de los que solucionan cualquier situación, entre otras razones porque su elaboración no ofrece mayores dificultades y, además, será raro encontrar a alguien a quien no le gusten. De todas las formas posibles de presentar unos huevos fritos, mi favorita es la que los liga con arroz blanco y salsa de tomate. Comprendo que, a estas alturas, habrá quien piense que dedicar tiempo y espacio a una cosa tan sencilla, tan de andar por casa, es una forma de perder ambas preciosas cosas.
Allá ellos; a mí, por el contrario, me parece que ya va siendo hora de reivindicar cosas tan nuestras, de darles el valor que tienen, que es mucho, aunque ahora estén de moda (sobre todo en los medios) otras recetas.
Vayamos por partes. Empecemos por los huevos. Fíjense en la fecha de caducidad: un huevo no es un yogur. Elíjanlos frescos. No les importe el color de la cáscara: no se come, y no afecta al contenido. Cuando yo era un niño, casi todos los huevos eran blancos. Morenos había muy pocos, y por eso la gente les daba un valor que no tenían; pero se lo daba. Los productores, avispados, se pusieron a criar gallinas de razas que ponían huevos de color. Y hoy son tan abundantes como los blancos.
Sí que es importante el código impreso en la cáscara. Fíjense en el primer número. Yo llevo a casa huevos en los que ese código empieza por un "1": gallinas camperas, es decir, las que viven en libertad vigilada y se buscan parte de su vida al aire libre. El "0" indica que son gallinas "ecológicas", término que, en general, me produce un cierto escepticismo. El "2" viene de gallinas que viven encerradas, y el "3" de las que pasan su vida enjauladas.
En cuanto al arroz, para estos menesteres prefiero usar el de la variedad "bomba", de grano redondo, que requiere más agua (hasta tres veces su volumen), y que normalmente elijo de Calasparra o del Delta del Ebro.
Y la salsa de tomate... ay, la salsa de tomate, cuántas barbaridades se sirven con ese nombre. Hace un montón de años comía con el añorado Xavier Domingo cuando este, al probar una salsa de tomate, torció el gesto y dijo "es de bote". Me pareció una revelación. No tengo nada contra el tomate triturado, ni contra la "passata" italiana, pero, a la hora de usar una salsa de tomate, nada como hacerla en casa.
Eligiendo cuidadosamente los tomates, claro está. Buenos tomates. No caigan en lo de "tomates para salsa", "tomates para gazpacho", "tomates para ensalada"... Tomates buenos, o tomates malos. Y solo valen los primeros, de la variedad que sean. Han de estar en perfecto estado, en perfecto punto (mira que es difícil esto en medio urbano). Lo demás... técnicas de mercado. O "marketing", si les gusta hablar en raro.
Nuestros tomates del otro día no eran buenos. Eran buenísimos. Venían de Murcia... y olían a tomate de verano. En casa les hicimos un corte superficial en forma de cruz y los escaldamos, para pelarlos con facilidad: la piel de tomate no sirve para nada, no va a ninguna parte, sobra. Pusimos aceite en una sartén y echamos una cebolla de las dulces, muy picada, en íntima asociación con un diente de ajo rallado. Cuando la cebolla no tuvo secretos que guardar (o sea: cuando se volvió transparente) añadimos los tomates (medio kilo largo) cortados en dados pequeños. Nada más. Bueno, sí: sal. Pero ninguna hierba: queríamos una salsa que supiese a tomate, no a romero, ni a albahaca, ni a cilantro ni (menos aún) a chile. Fuego medio, como media hora larga, y listo.
El arroz, cocido según arte, en agua con sal... más un diente de ajo y una puntita de laurel. Los huevos, fritos. Quiero decir: en aceite virgen, usado con generosidad, bien caliente... La yema entera, temblorosa; la clara, rodeada de puntillas de encaje como el de Camariñas, con la parte inferior ligeramente tostada, de un ratito de playa. Sin más dilación, a la mesa: por los huevos fritos hay que esperar, nunca al revés.
Blanco brillante de las claras, blanco mate del arroz, oro reluciente de las yemas, ligeramente velado por la película protectora, rojo vivo de la salsa... Un cuadro, de verdad; don Álvaro Cunqueiro matizaría hasta la escuela pictórica a la que corresponderían esos colores; seguramente apelaría al "quattrocento" veneciano. Una belleza; pero efímera, porque este no es plato cuyos componentes se saboreen por separado, sino formando un conjunto, una mezcla de colores y sabores, un caos estético... pero delicioso.
En fin, un recuerdo materializado en un plato que me encanta. Ah, que no es original... Ya, ya lo sé. Pero ¿es que por alguna razón que no se me alcanza he de estar condenado a no leer más que primeras ediciones? Si solo valiera "lo original"... nadie en nuestro tiempo había podido escuchar jamás la música de Mozart. Por fortuna, hay cosas que permanecen; entre ellas, muchos platos de nuestra infancia, y de la infancia de nuestros padres, y...