La física y la química son inocentes

Con motivo de la desbandada de público que se produjo en una de las sesiones de tarde del Congreso Lo Mejor de la Gastronomía 2006 cuando tomó el micrófono un ingeniero aeronáutico travestido de psicólogo para, ¡durante una hora!, hablar en inglés de inteligencia emocional, y con independencia de que finalmente su discurso resultó ininteligible, me propuse escribir este artículo. Pues aunque el empleo de la física y la química para explicar algunas de las transformaciones que sufren los alimentos tras guisarlos parece un fenómeno actual que ha seducido a la mayoría de los grandes cocineros, este uso desde siempre ha sido cosa de la industria, que si tiene una propiedad común a todas sus ramas es que requiere máxima reproducibilidad y mínimo riesgo en la utilización de los productos que fabrica. Por ello creo que a nadie puede repugnar sustituir el redundante empirismo de la cocina clásica basado en el ensayo-error por las prácticas habituales de la ciencia, que a partir del conocimiento previo de un hecho evitable, por ejemplo, calentar el aceite de oliva a más de 210º C porque se quema, plantea utilizar un termómetro láser para controlar la temperatura de la grasa.

Y si hay acuerdo sobre esto, ¿por qué gran parte de la crítica gastronómica, numerosos cocineros tradicionales e incluso el gran público, se aterran cuando se propone alguna explicación científica para un hecho culinario? Desde luego la física y la química no son culpables de nada. Ocurre que nos ha tocado convivir con una pléyade de circunspectos y a veces ya no tan jóvenes cocineros que confunden la gimnasia con la magnesia; es decir, la física y la química con un ininteligible lenguaje pseudocientífico que propone maltratar a los alimentos, aunque sean derivados de polímeros producidos por algas o bacterias.

En mi opinión hay dos razones fundamentales por las que este hecho se está saliendo de madre. La primera tiene que ver con la errónea concepción que la sociedad española en general ha tenido desde hace muchos años de la formación profesional. A ella fueron abocados numerosos jóvenes que fracasaron en la enseñanza primaria, y quizás por esto, los programas educativos impartidos en las escuelas de hostelería siempre pusieron mucho más énfasis en las prácticas culinarias que en los fundamentos teóricos que las soportaban. Esto, junto al excesivo desarrollo de los cursos ocupacionales de capacitación profesional organizados por el INEM para desempleados en general ha llevado a que en torno al 60% de los cocineros que actualmente ejercen como tales no posea formación técnica acreditada. Y sobre esta base puede entenderse porqué los cocineros tienden a quedarse más con la música que con la letra de los fundamentos científicos del arte culinario. Y si además, se carece de la capacidad reflexiva suficiente, no se dedica tiempo a pensar, se idolatra lo que algunos mediáticos y geniales chefs proponen y no se catan frecuentemente los platos que salen a la sala, quizás surjan explicaciones adicionales para lo que está ocurriendo en la alta cocina española.

Otro hecho, que incluso provoca aún mayor confusión, es la existencia de algunos científicos absolutamente inmersos en lo académico, capaces de formular inextricables propuestas gastronómicas que apasionan a los que no saben nada porque la verdad es que yo nunca he conseguido entenderles, y de las cuales el cocinero solamente sería un mero ejecutor, llegando el sabio a proponer complejísimos métodos para la gelificación de sustancias o fórmulas matemáticas universales que aplicadas a los ingredientes permitirían crear un número casi infinito de nuevos e intragables platos. La verdad es que si bien existe una explicación físico-química para cada uno de los hechos culinarios y los científicos investigan y proponen nuevas tecnologías, desde aquí mantenemos que el cocinero debe ser un virtuoso que utiliza la ciencia para su arte creador, pues es así como se provoca de forma más natural la emoción de los comensales, esa reverberación que el placer gastronómico proyecta en el cerebro a partir de los impulsos nerviosos originados en los órganos de los sentidos, algo obligadamente imprescindible en las elaboraciones culinarias de todo gran chef.