Maniocas, manicomio, maniatico, mania de mani....

Lo decía en algún artículo anterior y es que cada restaurante tiene una razón de existir, una razón de ser frecuentado en un determinado momento. Es el momento en que las papilas gustativas y sus receptores químicos te piden aquellos sabores.
Mani es un restaurante relativamente pequeño, sin grandes pretensiones, con un mobiliario sencillo pero bonito, decorado con buen gusto, un lugar donde entras y ya respiras satisfacción, un restaurante a ser frecuentado tranquilamente una vez por semana. La redondez del lugar se consigue gracias al trabajo y el alma de una espectacular pareja de chefs. Ella, Helena Rizzo, una bella y encantadora mujer que trabajó en varios países, nacida en Porto Alegre, sur de Brasil y con familia descendiente de ingleses, holandeses e italianos, carga con un bagaje cultural impresionante. Él, Daniel Redondo, catalán nacido en Girona, ha trabajado durante más de 15 años con Joan Roca como jefe de cocina en el restaurante El Celler de Can Roca, donde asimiló todas las técnicas que se desarrollaban en España. Los dos tienen un profundo conocimiento de las materias primas y no hacen uso de ellas simplemente por el hecho de ser brasileñas, sino cuando la elaboración, el plato o el menú degustación requieren una interpretación dónde el producto brasileño tenga realmente un sentido, pero no siempre un protagonismo. No en vano, cuando estos ingredientes se presentan ante el comensal paulista, lo hacen de manera sublimada. Esa mirada al terruño bien entendido no está jamás reñida en Maní. Brasil ha recibido a lo largo de su historia, innumerables influencias; africana, portuguesa, holandesa, inglesa, francesa, japonesa e italiana entre otras. “Helena me cuenta y yo escucho”. Me habla del Tropicalismo. Si, en algunas ocasiones he oído hablar, pero siempre lo había asociado con la música. El Tropicalismo es un movimiento literario y artístico que surgió en la década de los 60. Fue un intento de revelar contradicciones de la realidad brasileña, mostrando lo moderno y lo arcaico, lo nacional y lo extranjero, lo urbano y lo rural, el progreso y el atraso. Una manera de entender que Brasil tenía que ser preservado, que sólo era válido en estado puro. La defensa de lo brasileño estaba por encima de cualquier influencia norteamericana o europea. La complejidad fragmentaria de la cultura brasileña era rechazada unánimemente por artistas e intelectuales. Ella me explica que en Maní, las referencias nacionales son innumerables, pero que entienden su cocina, como una mera libertad de expresión, sin tropicalismos gratuitos. La salada waldorf, aquella mítica ensalada que todos comíamos en casa, con apio, nueces y queso gorgonzola, un mejunje de estética terrible pero apetitoso en verano, consigue presentarse en Maní con una perfecta reproducción. Un aspick de manzana, helado de apio, nueces pecan caramelizadas, tallos y flores. Contraste de temperaturas, una elaboración técnicamente diez. Los falsos pasteles de palmito pupuña rellenos de calabaza y melón, en contraste con la almendra tostada laminada y mantequilla de salvia, un plato de tratoria. Las Maniocas, es un plato que entra en el nivel del placer que roza la excitación. Espuma de tucupí y leche de coco, con tubérculos asados, melosos, crujientes, astringentes, aterciopelados. Excelente coreografia. El atún con costra de polenta, quinua y un caldo translucido de pimientos rojos, un toque de jengibre y bonito seco. La lubina cocida en tucupi, banana de la tierra y migajas de mani (cacahuete) con espuma de leche de coco. La sopa de foie-gras con sagú (bolitas de tapioca) de sauternes, lichi y rosas. El sagú es el hilo conductor del plato, las perlas transparentes impregnadas de sauternes le dan el punto alcohólico a la sopa, la fruta limpia el paladar, la flor parece azafrán, un plato de escuela Roca. El cordero cocido con ñoqui de mandioquiña y espuma de queso de cabra. De postre, una provocación, ensalada de frutas con leche condensado, niñez y el açaí con merengue de café y castaña de pará (nueces de brasil), para los fuertes de espíritu. Helena y Daniel han hecho de Maní su medio de comunicación, encantamiento, sorpresa, felicidad, alegría y sobre todo gratitud. Sentarse en Maní no es ir a Bahía, a Amazonía o a Minas Gerais porque si, podemos viajar a cualquier lugar. Cuando las fibras de aquellas papilas que hablábamos al principio detectan las moléculas de los alimentos, envían el impulso al cerebro y este utiliza esta información para recordar registros. ¿Toscana? ¿Sicília? Tanto da, lo importante es acceder al privilegio de viajar sentado en una modesta silla.