Navidades café con leche

En las tierras valencianas (Castellón, Alicante y Valencia) las navidades suelen ser en blanco y negro. ¿Por qué? Porque, generalmente, no nieva, o nieva poco, o sólo nieva en algunas comarcas.
Las navidades serían mucho más navidades –atendiendo al tópico visual- si cayeran sobre toda la Comunidad toneladas de nieve. Hay que entender el asunto. Así como en Suiza u otros países la nieve forma parte del paisaje, sea Navidad o no, aquí la nieve –si apareciese- potenciaría el mito navideño.
Como normalmente no sucede, debemos contentarnos con unas entrañables fiestas familiares en blanco y negro (a veces más en negro que en blanco y negro).
“Navidades blancas” fue una película (navideña) que tuvo mucho éxito en su momento (años 50), a pesar de que la interpretaba –y lo que es peor: la cantaba Bing Crosby-, especialista en estropear cualquier melodía, en este caso la partitura de Irving Berlin.
Queremos decir que la Navidad es en sí misma un género literario, musical, culinario, sociológico, existencial y religioso. Da para mucho, la Navidad.
Más o menos todavía subsiste el hábito de la cena de Nochebuena, el almuerzo del día 25 (Navidad) e incluso las comidas del segundo y tercer día de Navidad. Un servidor prefiere dejar la cena de Nochevieja al margen, pues ya está totalmente desprovista del carácter cristiano de los ágapes citados.
En efecto. Es sobre todo en la cena de Nochevieja cuando los seres humanos se dan
cuenta de que les queda un año menos de existencia (con suerte) y de que la vida es, como dijo el poeta, “cuatro siestas” . Esta frase se le atribuye a Winston Churchill, quien incorporó la siesta a su dieta, es decir, al güisqui y los cigarros habanos. No está probado que la pronunciara.
Actualmente no se respetan al cien por cien los hábitos culinarios tradicionales en estas fechas. Aunque, de todos modos, las costumbres se mantienen en un porcentaje nada desdeñable. El puchero no suele faltar en muchos enclaves de la Comunidad Valenciana.
Yo no concibo los menús navideños sin algo de sopa, algún puchero, ciertos géneros al horno (pescados o cordero, por señalar), carne mechada, carne de libro, muy culta (la hacía mi mamá, y estaba exquisita), merluza rellena –da igual que sea de Namibia: no podemos luchar contra la globalización- o, ya en plan “Sophisticated Lady” (una soberbia composición de Duke Ellington), pavo relleno trufado y asado en su jugo.
Las comidas y las cenas de estas maravillosas y un punto deprimentes fiestas navideñas
(ahí reside buena parte de su encanto, en la posible depresión que desencadenan) no serían tales si toda persona que se sienta capaz de colaborar con alguna aportación culinaria inhabitual en la rutina de los hogares durante 361 días al año no lo hiciera, por timidez o inseguridad.
Son días de experimentos guisanderos. Unas veces cursan con éxito y aplausos; otras, se saldan con elogios porque es Navidad y porque la voluntad y las buenas intenciones merecen, cuando menos, un respeto.
Aunque no somos tradicionalistas a ultranza –sólo muy elitistas-, defendemos que en Navidad hay que perpetuar algunas costumbres culinarias, que van indisolublemente unidas a otras, religiosas, culturales y hasta musicales. Efectivamente. No somos capaces de entender la Navidad sin el concierto de Año Nuevo, en Viena, y la música de los hermanos Strauss
Así es la vida. Las tradiciones navideñas, cuando no hacen daño a nadie ni son un pretexto para mirarse en el ombligo del pasado, pueden hacer pasar ratos agradables a los seres humanos. Y siempre está el aliciente de comprobar cómo se detestan las cuñadas.