Comerse sus propios platos

Los cocineros deberían ponerse como disciplina comer sus propios platos. En general, no lo hacen. ¿Por qué? Queremos pensar que en el mejor de los casos los prueban; en la fase de configuración, cuando están echando esto, eso o aquello...o quitándolo. Incluso los hay, nos consta, que pasan de hacerlo, que se fían de su intuición. Hay celebridades, como Pierre Gagnaire, que se jactaban de improvisar sobre la marcha. Eran otros tiempos; en los que se aplaudían las ocurrencias súbitas. Incluso hoy quedan herederos del libertinaje, alquimistas, manieristas, showman, magos que te sorprenden con combinaciones osadas y chistosas rebosantes de mal gusto. Sin ir más lejos, el otro día, en plena fiebre de epatar al más tonto, un cocinero con cierto curriculo, hasta con algún Premio Nacional, me sirvió una sopa fría efervescente en porrón. Como siempre, dando el coñazo, salió a sala a recoger el aplauso. Mira que son pesados. Y a preguntar ¿Qué tal? Respuesta: ¿Tú te has sentado a comer este plato? Y ni corto ni perezoso apostillo: ¿No te parece genial?

La verdad, para que preguntarán, si no escuchan. Si no les cantas los oídos, descalifican al comensal, al compañero, al crítico, a su madre...me constan los comentarios que se hacen en las cocinas, salvo honrosas excepciones, ante la más mínima matización del comensal. Se ha perdido respeto al que paga. En muchos casos, probablemente no lo merezca. Claro que esa vara de medir se puede aplicar a los cocineros. ¿Qué pensar de quien pone como aperitivo una sopa fría de champán con algas en porroncito? Pues o que es genial, o que tiene la clara intención de apestar con Cebralín el comedor.

¿Por qué se respeta tan poco a los clientes en los restaurantes? Pues no son estos los que salen peor parados, la palma se la llevan los comentaristas gastronómicos. Estos, en cuanto gozan de los favores de los anfitriones, no pueden expresar el más mínimo deseo. Les embuchan como a un pato lo que quieren y cuánto quieren. Está muy bien dar confianza al chef; pero siempre hasta un límite. ¿Por qué morros hay que zamparme cuatro días seguidos vieiras, o pichón? Dar libertad al cocinero, dejar que exprese su obra, es justo y necesario. Pero nunca totalmente. Si de verdad queremos conocer cómo se guisa, la calidad de los géneros que se emplean, el estado de las cámaras...la realidad, hay que solicitar algunos platos. Platos sobre los que haya dudas conceptuales, de producto, de fabricación intemporal. Unas carrilleras, que siempre están precocinadas, nos darán la media. Lo mismo sucede con el cochinillo confitado y conservado al vacio. Jugársela con una dorada, un lenguado, un rodaballo...esclarece sobre la honorabilidad del restaurante. ¡Que decir de langostinos, carabineros, etc. La posibilidad de solicitar unas crepes rellenas de angulas en junio es una tentación excitante. ¿Cómo privarse de decirle al naufrago de turno que no anda sobrado de criterio y ética? Crepes de angulas, para más inri, en junio. Luego se quejan de que les bajen de calificación. Protestan de que el crítico no se deje engañar. Y si quién solicita es un ciudadano, en vez de llamarle...le llamarán...

Esta falta de respeto por la voluntad ajena, ha llevado a varios cocineros a olvidarse de incluir en el menú degustación algún plato solicitado. ¿Qué hacer en estos casos? Y la hecatombe se consuma cuando imponen el menú, ocultan platos, y se equivocan. Sopa efervescente de champán y algas en porroncillo