Arte y gastronomía

De pequeño, Dalí decía que quería ser “cocinera”. Este deseo del genio ampurdanés es cada vez más compartido por gente de distinta condición que anhela vivir sensaciones totales. El arte sale a la calle para meterse en el bolsillo a un público desinhibido que quiere transgredir normas o que, al menos, está dispuesto a prescindir de ciertos convencionalismos.
La calle del artista es al mismo tiempo su espacio interior y el ágora donde acudimos los curiosos y los impertinentes. Sirve al arte –y es útil para sus propósitos– no sólo el impulso que surge de las convicciones más íntimas del autor de la obra, sino también el efecto reclamo de muchos de sus planteamientos, sobre todo cuando es el propio artista quien se exhibe ante los demás y solicita su complicidad.
Hay quien denuesta el descaro de ese artista o lo tilda de oportunista, pero probablemente quien hace la crítica se olvida de que lo que vemos no está fuera, sino dentro de nosotros mismos. Uno de los pertrechos del viaje por el mundo de las sensaciones del arte, quizá el más importante, se asienta sobre nuestra propia concepción, personal y libérrima, de lo que significa el placer para nosotros mismos.
En la ciudad de Lleida, el pasado 17 de marzo un grupo de unas cuarenta personas participamos en una visita guiada que organizaba el Centre d’Art de la Panera. La visita tenía una doble finalidad: contemplar algunas de las obras allí expuestas, mientras degustábamos, de manera casi simultánea, las composiciones culinarias que tres cocineros habían concebido inspirándose en esas obras. Ese día, en Lleida, Dalí se convirtió en “cocinera” para urdir una conversación a tres bandas (artistas, cocineros y “comensales – viandantes”) y también para desmontar viejos resabios de aquéllos que sólo creen en la solemnidad del arte.
Un monitor y una imagen programada son un buen pretexto para aplicar el “hágalo usted mismo” y así poder transformar unos ingredientes humildes (tomate, pan, aceite y sal) en un condumio tan elemental como primoroso. Otro monitor, otras imágenes, y de nuevo el aceite de oliva virgen, ahora, si cabe, aún más fragante y voluptuoso gracias a ese tacto especial del gesto antiguo de mojar pan en aceite para sentir en las yemas de los dedos –y después en los labios– la untuosidad del destilado mágico. El cocinero incita al comensal a entrar en contacto con el oro líquido, mientras una bailarina, en el monitor, se contorsiona suavemente y lubrica su cuerpo desnudo con aceite y ajo.
La utilización de una cámara de alta velocidad y una salpicadura láctea sobre fondo negro permiten al artista obtener una composición fotográfica minimalista. Su equivalente gastronómico es una espuma de ajo blanco que el cocinero extrae del sifón y vierte sobre la cucharilla negra.
Como el arte suele ser deudor de su tiempo, al final acaba por transformarse en su sociólogo más inapelable. Los movimientos migratorios, la fusión de culturas, las vivencias más sórdidas, los condumios de subsistencia, las tribus urbanas, los atuendos e iconografía de los adolescentes, las sustancias estupefacientes, los signos de poder y la violencia larvada, todo eso y mucho más estimula el talento de los artistas y se traslada a los escenarios del museo y de la cocina. Fotografías y vídeos entran en justa correspondencia con vasijas de arroz y cordero, así como con canutos para absorber un polvo de especias. Por supuesto, también el silencio, el sosiego, la serenidad, la evocación del mar, el color azul piscina (que a veces también lo tiene el mar), los entretenimientos infantiles, los aspectos lúdicos de la vida, la inquietud, la sorpresa y el miedo, tuvieron cabida en esa representación dual de artistas plásticos y cocineros.
El espectáculo gozosamente contó con un público muy participativo.