¡Muerte a la "Abuela"!

Dedicado con cariño a todas las abuelas y madres que nos dieron la felicidad con sus guisos.

Ha vuelto la “abuela” a la polémica gastronómica. Surgió su recurrente figura, de nuevo, en las interesantes jornadas de reflexión culinaria que se celebraron hace unos días en Zaragoza. Allí, además de barbaridades como “a un restaurante no hay que ir a divertirse” (entonces, ¿pedimos cilicios con los aperitivos?), se volvió a vindicar la figura de la dichosa abuela. Pero la abuela que se comentaba, por razones generacionales, no está claro que exista. Lo apuntaba Óscar Caballero: “tras la guerra, las que eran pobres no disponían de recursos para cocinar; las que eran trabajadoras no tenían tiempo; y las que eran ricas contaban con una cocinera”. Por otro lado, me comentaba Julia Pérez, muchos invocan “a una abuela que, en realidad, cocinaba de forma grosera y con excesos de grasa; yo no quiero comer lo de esa abuela”.
En realidad, visto lo visto, y animados de vocación hermenéutica, debemos concluir que esta “abuela” tan citada por los Tyrannosaurus Rex que pululan vociferantes por el sector no es real. No. Es mítica. Los “anacros” (neologismo que se me acaba de ocurrir y que definiría a los nostálgicos de lo anacrónico) han fabulado una abuela mitológica, han inventado una figura fantásmica con la que pretenden impostar “tiempos pasados y mejores”, confrontando un pretérito onírico e idealizado con un presente y futuro que definen oscuros y caóticos.
Parece que nos encontramos, una vez más, en otros tiempos. Me refiero al siglo XVIII, cuando se empezaron a forjar las naciones en Europa. El poder, con sibilino criterio populista, decidió buscar pasados míticos, en forma fundamentalmente de poetas ancestrales, para articular un discurso ensoñadoramente veraz de pertenencia colectiva a una idea, a unos ideales, a una nación. Así apareció el famoso Ossian, el primero, que se pretendió “fundador” de una Escocia brumosa a pesar de ser una “recreación” de McPherson. Los dirigentes continentales de la época se apresuraron a buscar desesperadamente algún vate remoto, que personificara con su obra los valores y el pedigree de lo que pretendían era una nación desde tiempos inmemoriales. Se hicieron auténticas salvajadas culturales; se inventó; se tergiversó. Los primeros románticos, con Scott y Goethe a la cabeza, ayudaron a difundir la farsa, que se escenificó con desigual fortuna desde Irlanda al Báltico, todos en pos de una “historia”, de un pasado mitológico que diera las claves para justificar el deseado concepto de nación.
La “abuela” que ahora mismo habita entre los inmovilistas tiene mucho de Ossian. Tiene mucho de romántico. Y muy poco de real. Es, eso sí, la excusa (ficticia) para vindicar un pasado perfecto frente a un presente que ha traicionado la leyenda feliz.
Mi buen amigo (aunque antagonista en la polémica) Miquel Sen ha lanzado toda esa engañosa artillería mitológica y de “sturm und drang” en su reciente libro “Luces y sombras del reinado de Ferran Adrià”. Entre las páginas de este librito se agazapan todas las triquiñuelas y trampas posibles para convertir la fábula en certidumbre. Pero no nos dejamos engañar. Según se desprende de los párrafos de Sen, siempre muy bien apoyados gracias a su rica cultura transversal, hace unos años, “antes” (este pretérito mítico), en aquellos tiempos de “gloria” gastronómica, las pulardas debían ser plato del día en todos los restaurantes de carretera y la liebre a la royal obligatoria en todo menú. Um. Al parecer, Miquel no recuerda aquellos pesados y abominables fondos, aquellas cocciones apretadísimas. Tampoco recuerda, porque para él el “hoy” es sólo una entropía de sferificaciones, aires y alginatos, las pulardas que se sirven en Els Casals o en JUbany, por citar sólo dos ejemplos. Ni el rodaballo y las cocotxas de Elkano. Desconoce las sardinas y arenques de Bitor Arguizoniz. No sabe, no contesta sobre la sólida conjunción entre materia prima suprema y visión contemporánea de Ca Sento. Critica a Quique Dacosta sin citar sus arroces y sus gambas. Pasa por encima de Andoni sin glosar sus foie gras.
Incluso es capaz de culpar a Ferran por los desmanes de alguno de sus plagiarios asténicos. Sólo considera auténtico lo de antes, porque ahora los cocineros son unos desclasados deslumbrados por Cala Montjoi que se dedican diabólicamente a deconstruir fricandós y criogenizar pistachos.
Mientras, Miguel Palomo, en Sanlúcar la Mayor, se quema los dedos elaborando los mejores fritos del mundo. Y al mismo tiempo que el autor sueña en aquellas gambas torturadas por la plancha (que él debe imaginar platónicas), Francisco Martín, en Granada, ha logrado la esencia de los crustáceos con cocciones de sorprendente arrojo.
NO sé, pero me da que esos conjurados del mito y la falsedad viven en otro mundo, que no está en éste. Hoy, en España, y lo digo con todas las precauciones, disponemos de muchos restaurantes que, desde una visión actual, son capaces de emocionarnos con lo mejor de nuestro acervo culinario, al que jamás renunciaremos. Además, tenemos una brillante batería de chefs creativos que han sido capaces de vertebrar un nuevo, asombroso y muy prospectivo lenguaje sensorial. ¡Viva la diversidad!
Pero ellos, embozados en la nostalgia, trastornados por el desasosiego que les produce lo nuevo, siguen adorando a una “abuela” fabulosa que a mi, contrariamente, se me antoja apergaminada, polvorienta, ya momificada.
¡Muerte, incruenta, salvando todas las excepciones, al mito!
¡Muerte, pues, a la “abuela”!