Alsacia, bellísima y poco frecuentada

Esta región francesa, sui generis en la historia de Europa, perteneció a Francia y a Alemania. En función del invasor o el vencedor de la guerra, los alsacianos estaban obligados a cambiar de nacionalidad. Hoy día, afortunadamente para los locales, Alsacia es francesa. La mayoría absoluta de la población es gala, de alma y corazón.
Estrasburgo, metrópoli intelectual y económica, es su ciudad más importante. Esta “capital de Europa” desde 1949 alberga la sede social del Consejo Europeo. Su increíble catedral de piedra roja, tan espectacular como impresionante, en el casco antiguo de la ciudad, data del siglo XI. Su reloj astronómico, obra de un artista local realizada en 1838, atrae a muchos turistas. La “Petite France” es un lugar muy bello y original, sumamente bien conservado, localizado en la ribera del río Ill.
Al sur de la ciudad, encontramos un sinfín de viñedos y preciosas aldeas que merecen ser visitadas: Obernai, Bergheim, Ribeauville, Riquewihr, Kayserberg, Ammerschwir, hasta llegar a la antigua ciudad de Colmar, una joya arquitectónica de los siglos XVII y XVIII. Más al sur, tampoco hay que perderse Eguisheim, Turkheim y Rouffach, con su espléndido castillo, transformado en hotel. Los viñedos para la elaboración de vino blanco alsacianos son los más importantes de Francia. Se extienden en una superficie de más de 13.000 hectáreas, lo que equivale a una producción de más de cien millones de botellas al año.
Por muy inexplicable que parezca, estos vinos, realmente excepcionales, no son valorados en su justa medida fuera de su región. La única explicación a este misterio podría ser el carácter ordinario de la mayor parte de estos vinos, el poco interés que suscitan buena parte de ellos, al igual que ocurre con los Borgoña. No obstante, si uno elige bien entre los numerosos productores recientes que controlan escrupulosamente sus vides, podemos encontrar joyas increíbles. Los riesling, concretamente los que provienen de dos productores más serios, igualan o incluso superan algunos blancos de Borgoña. Por otra parte, los precios de los primeros hacen que los últimos, bastante caros, sean menos atractivos.
Alsacia también produce vinos licorosos excepcionales. Hay dos tipos: los “vendanges tardives V.T.” (vendimia tardía) y los “sélection de grains nobles S.G.N.”. Se trata de vinos dignos de los grandes Sauternes de la zona de Burdeos. Se sitúan entre los mejores vinos dulces de Francia y del mundo entero. Son perfectamente harmónicos con el foie gras frío en pâté, una especialidad local, o caliente en escalope, así como para acompañar algunos postres como las tartas de fruta, la crema catalana, entre otros, o los quesos de pasta azul como el roquefort, el Bleu de Bresse o el gorgonzola.
Alsacia es una tierra de gourmets. No hay más que abrir la guía Michelín y constatar que la región cuenta con tres restaurantes premiados con la puntuación máxima: tres estrellas. Dos de ellos se la merecen sin lugar a dudas: Buerhiesel, en Estrasburgo, y L’Arnsbourg, uno de los mejores del país galo, cerca de Baerenthal, a unos 70 kilómetros al norte de Estrasburgo, del que hablaremos más adelante. El tercero, L’Auberge de l'Ill, situado cerca de Illerhausern, aunque tradicional y ubicado en un marco encantador, tiene unas características gastronómicas actuales que lo posicionan más bien en la categoría de las dos estrellas. Alsacia también tiene otros cuatro establecimientos de dos estrellas.
En el corazón de un pinar, en la aldea llamada Untermuhlthal, casi imposible de pronunciar, cerca de la frontera alemana, se encuentra el restaurante L’Arnsbourg. Al principio del siglo pasado, el abuelo de los dueños actuales ya trabajaba en esta – entonces – modesta casa, proponiendo una cocina simple que, aunque regional, debía resultar excelente, porque la Michelín ya le había otorgado una estrella al buen hombre.
En 1983, Cathy y Jean-Georges Klein sucedieron a la madre del jefe. El ascenso a la gloria gastronómica fue lento y reconocido bastante tarde. Pero en 1998, Klein vio su trabajo y su esfuerzo reconocidos: le otorgaron una segunda estrella Michelín. La tercera no tardaría mucho en llegar: cuatros años, en 2002.
La entrada de la casa tiene algo de misterio; una puerta roja, un bar oscuro, con enormes poltronas, y abajo, la bodega. La primera impresión de la gente es que en este establecimiento reina una calma, por no decir una serenidad, inconmensurables. No hay ninguna iluminación directa. Al llegar al comedor, uno se queda impresionado por su tamaño, inmenso. Esta sala, clara y elegantemente rústica, parece estar plantada en plena naturaleza, hasta formar parte de ella. La luz, también indirecta, sólo ilumina el centro de la mesa. Personalmente, tuve la sensación de estar aislado del mundo.
El chef tiene un maestro evidente: el ingenioso Ferran Adrià, de El Bulli. Klein se inspira en el cocinero español para crear su propia y delicada cocina francesa. Se le podría cualificar de “chef agresivo”. Se arriesga. Le gustan los contrastes. Siempre quiere ir más allá. Mezcla las técnicas clásicas con las modernas. Cuando tiene una idea de plato nuevo, la realiza. La experimenta. Y sabe lo que hay que cambiar o no.
Y su sistema parece funcionar, porque el resultado es óptimo. Veamos.
Para empezar, unas tapas, muy bien presentadas y adornadas: apio macerado en un aceite de oliva frutal, tostada con paté de hígado de pato, espléndidamente cremoso, coronado por una punta de espárrago triguero crujiente y un huevo de codorniz con salsa de jengibre.
El primer plato ya nos dejó gastronómicamente atónitos: tarta de espárragos sin masa, nata condimentada y cucharada de caviar ossetra. Una combinación sensacional en boca. A continuación, unos langostinos cocidos a la perfección, con crema de eucalipto y un “frappé” de erizo de mar. Una creación grandiosa y deliciosa.
Los salmonetes con puré de patata perfumada con “bouillabaisse” (la sopa de pescado típica del sur de Francia) eran tan simples, que sobresalieron por su sabor y bouquet. Un gran plato. Las dos creaciones que siguieron son típicamente “bullienses”: espaguetis de parmesano a la carbonara (Adrià 2001) y aire de zanahoria con salsa de cítricos (Adrià 2003). En cuanto al sabor, ambas se asemejan a las elaboraciones del maestro.
Muy tierna y gustosa la pechuga de “canette” (patita) laqueada, acompañada por una apetitosa “tarte tatin” de endivias aromatizadas con naranja y semillas de cilantro.
Antes de los postres llegó una creación espléndida de Klein: una emulsión de patata, en realidad un capuchino de patata, con trufas. ¡Qué final más elegante, fino y leve!
Pedimos quesos, porque los “afinados” por el maestro Bernard Anthony son obligados. Todos eran maravillosos, sobre todo los de masa dura.
Igual que los postres, deliciosos. Una jugosa, potente y fenomenal tarta de chocolate negro, tibio, con haba Tonka rallada.
Para finalizar, unas frambuesas silvestres, increíblemente perfumadas, servidas con un cremoso sorbete de yogur.
En sala, Cathy es sinónimo de encanto, siempre dispuesta a ayudar, a dar consejo, o sea a satisfacer el bienestar de los comensales.
¿Las principales y más profundas huellas de la cocina de Klein? El sabor, la elegancia gustativa y el refinamiento.
A pesar de la distancia y del difícil acceso, no dejen de visitarle, porque el lugar tiene un encanto exclusivo y los platos valen el viaje. De hecho, por muy increíble que parezca considerando su localización, el L’Arnsbourg siempre está al completo.
Otra gran ventaja de la casa es que probablemente se trate del 3 estrellas más barato de Francia y uno de los pocos franceses realmente merecedor de la puntuación máxima de la guía Michelín.
Los Klein acaban de construir doce habitaciones de unos 50 metros cuadrados cada una que forman el “Hotel K”, al lado del restaurante. Ofrecen una inmersión total en el bosque, tranquilidad, naturaleza, y hacen de su estancia gastronómica un descanso integral.
Otro hecho curioso: Klein abrió su restaurante “Baerenthal” en Sapporo, Japón, al final de 2004.