Alcachofas como flores

Hubo un tiempo en el que raro era el libro de cocina que no se ocupase de la decoración de las mesas, con especiales referencias a la colocación de un centro floral; el asunto de las flores en la mesa era más peliagudo de lo que podría parecer.
Se indicaban detalles como la altura que debía alcanzar dicho centro para no molestar a los comensales y, por supuesto, el tipo de flores, desde luego poco olorosas o completamente inodoras, que debía usarse para no perjudicar los aromas de la comida y los vinos.
No eran tiempos de comer flores, desde luego; al menos, no flores de floristería, de jardín. Hoy abundan los platos florales o, al menos, aquellos en los que los pétalos de determinadas flores forman parte del propio plato, son un ingrediente más; para mí, la primera vez -si descontamos aquellas cursis e incomestibles 'flores' hechas con piel de tomate con las que algunos cocineros 'decoraban' sus creaciones olvidando que todo lo que se pone en un plato debe ser comestible- fue una ensalada deliciosa presentada por Carme Ruscalleda en el inolvidable Certamen de Alta Cocina de Vitoria, quizás el mejor de cuantos eventos gastronómicos se han celebrado en nuestro país.
Antes, pero tampoco demasiado antes, habían llegado a ciertos usos culinarios las flores de calabacín, flores de la planta macho, que aparte de quedar muy bonitas eran susceptibles de albergar muy interesantes rellenos. Pero, en cualquier caso, flores se han comido siempre... aunque no tuvieran demasiado aspecto floral; hablo de lo que hace muchos años llamé 'flores de verdulería', es decir, coliflor, brécol y, claro está, alcachofas, que después de todo no son más que inflorescencias de una planta de la familia de los cardos.
Las alcachofas han conocido una interesante y magnífica evolución culinaria. Hace años, no era precisamente una cosa muy agradable ver comer alcachofas ateniéndose a las entonces vigentes normas de urbanidad en la mesa; se servían sin eliminar sus hojas más duras, sus hojas exteriores, y la gente iba deshojando literalmente cada pieza y chupando, en sentido literal, esas hojas coriáceas para dejar, finalmente, a un lado del plato sus tristes restos marchitos.
Aunque Ángel Muro, en sus obras, indica no menos de dos docenas de recetas para las alcachofas, la forma más habitual de cocinarlas era cocerlas, normalmente demasiado. En esto del punto de cocción de las verduras hemos progresado bastante, por más que de vez en cuando aparezcan en el plato unas alcachofas que no es que estén al dente, sino que están casi tan duras como las hojas a las que hacíamos referencia. Para más escarnio, era -¿habría que decir 'es'?- moneda habitual que esas alcachofas llegasen al comensal con un sabor ligeramente alimonado, fruto de la costumbre de frotarlas con limón, o añadirles su jugo, para evitar que, al contacto con el aire, se oxidaran y se ennegrecieran.
No es necesario. Si no quieren que se oscurezcan, eviten que tengan contacto con el aire; olviden el limón y váyanlas poniendo en una cacerola con agua, a cuya boca ajustarán un colador del mismo diámetro, que impedirá que las alcachofas suban a la superficie e intimen demasiado con el oxígeno aéreo, buenísimo para respirar, pero muy perjudicial para el buen aspecto de las alcachofas.
A mí me encantan las alcachofas fritas. Pero no al estilo de Ángel Muro, que las sometía a un proceso previo de rebozado en huevo y harina, sino desnudas, cortadas en cuartos, o en mitades si son pequeñas, o -para mí, mejor- cortadas en láminas en sentido horizontal.
Pero para que la alcachofa acentúe su carácter floral no hay nada como freírlas enteras. Bueno; casi enteras. Ustedes supriman lo accesorio, o sea, esas hojas externas y, en este caso, el tallo; córtenlas al ras del fondo. Denles otro corte horizontal más o menos a la mitad de su altura, o un pelín más alto. Finalmente, procedan a forzar un poco la apertura de las hojas, de modo que no queden tan cerradas como vienen.
Tengan moderadamente calienten en una sartén una generosa cantidad de aceite de oliva y vayan poniendo, tal cual, las alcachofas, con la parte abierta hacia abajo. Háganlas brevemente, cosa de un minuto o minuto y medio: no deben dorarse, sino mantener su color verde. Denles la vuelta y háganlas como mucho dos minutos más por el lado de los fondos, vigilando siempre que el aceite no esté demasiado caliente y altere el color de nuestras flores.
Aprovechen esta fase para, con dos tenedores, forzar más la apertura de las hojas, los pétalos, haciéndolas adoptar una figura que recuerda la de un clavel reventón. Escúrranlas muy bien, pónganlas sobre papel absorbente para eliminar todo rastro de grasa... y a la mesa.
Y ahí tienen ustedes unas alcachofas con más aspecto floral que el habitual, y con su sabor perfectamente nítido. Unas flores sobre cuya presencia en la mesa, ya lo verán, no cabe ningún tipo de discusiones. Aunque, como ocurre con casi todas las recetas de alcachofas, éstas sean casi incompatibles con el vino -nadie es perfecto-, les gustarán.-